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Comienza la zona de pinares. No sabía cómo tomar lo de «tirano», ya que el poeta solía usar un lenguaje «imaginífico» y ambiguo; pero, en cuanto a Nueva Córdoba, ignoraba que D’Annunzio conociese, siquiera, el nombre de esa ciudad. —«Nada contra usted, Señor». En Baudelaire, tan próximo, aunque sin poder recordar aquellos versos suyos —mucho me falla la memoria— que hablan de huesos viejos y fosa profunda para un cuerpo más que muerto, muerto entre los muertos. Algo ocurría. Todo estaba al revés. Al menos, nosotros no tenemos cuartelazo a la vista». En Galia, no solamente en cada estado, sino también en cada pequeña comarca y fracción de comarca, y hasta en el seno de cada familia, hay partidos»… Hay partidos. Siete y cuarto, acaso. Los europeos —estaba demostrado— eran incapaces de vivir en paz, y había tenido el Presidente Wilson que atravesar el Atlántico para ir a poner orden en sus asuntos. una tanda de ladrones considérer ce chaos… —«Son of a bitch» —digo, apenas audible. Otras gentes andaban muy mal: el Conde de Argencourt, aquel Encargado de Negocios de Bélgica, otrora tan ceremonioso, estirado, diplomático de gran estilo, había sido visto por el Cholo Mendoza, pocos días antes, frente al guiñol de los Campos Elíseos, hecho una ruina, idiotizado, con cara y facha de mendigo sonriente —como presto a alargar la mano para recibir limosnas… En tales días no me atrevía a llamar por teléfono a Madame Verdurin —ahora princesa por matrimonio. —«Ya me sospechaba yo que el cabroncito ese era un traidor» —rezongaba La Mayorala—: «Mi tía Candelaria, que sabe mucho, lo vio en los caracoles y el soplido en plato de harina. Se encontró adentroAunque a veces las cartas pueden ser apócrifas o inventadas, no dejan de ser documentos de primer orden para describir el ambiente enrarecido y la tensión colectiva en que se vivía, pero también, más que el fenómeno de la brujería, ... Y, levantados por una palabra que sonaba en términos de verdad aunque fuese tosca y malhablada —elocuencia de entrañas, clamante y ruda, más convincente que cualquier arenga de gran estilo—, los estudiantes, los de la inteligentzia, los de la mandarria y los de la alcuza, los de la alpargata y los del huarache —que no confiaban ya en un Luis Leoncio Martínez apendejado, que seguía dirigiendo proclamas al país, pidiendo auxilio a gente casi ignorante de su existencia, declarando que contaba con el apoyo de provincias que no se habían movido— afirmaron su decisión de pelear hasta donde alcanzaran sus fuerzas… No bastaba, sin embargo, con que se movilizaran los adolescentes, mujeres jóvenes, niños corajudos, mientras las viejas sacaban hilas para venda y los ancianos, en las forjas, transformaban cabillas en lanzas: se estaba en una ciudad abierta, sin murallas antiguas —como las había en otras partes—, ni edificios que pudiesen servir de bastiones, con calles cuyas últimas casas de adobe se dispersaban en las areniscas de la paramada. El sol no había llegado arriba todavía, y aún no tenía hambre: luego, serían las diez o las diez y media. Tengo gente entendida para eso» —dijo el otro, despidiéndose con la encomiable prisa de quien está impaciente por pasar a la acción. El Gobierno, en pleno, rogó al Primer Magistrado que viajara a los Estados Unidos para recuperar su muy necesaria salud. Pero, ahora, un tamal de maíz, alzado en tenedor, se acercaba a sus ojos, descendiendo hacia su boca. El Presidente se detuvo, mirándolo largamente, como midiéndole la estatura. —«¡Muérete, cabrón!» —le respondía el coro griego. Me despierto. —«Tienes que saber que, en realidad, fue El Estudiante quien te tumbó» —dice el enfermero—: «Las bombitas, las bromas macabras, los falsos rumores, eran cosas del Alfa-Omega. Se toma tras el baño habitual y conviene secarse al aire a fin de dejárselo actuar, nunca frotándose con la toalla. No más uno era de muerte… Entrando por las pianolas de Puerto Araguato había ascendido, de gramófono en gramófono, a lo largo de la línea del Gran Ferrocarril del Este, apoderándose de los pianos de conservatorios, pianos de salones burgueses, pianos de cine, pianos de cafés, pianos de monjas, pianos de putas, antes de hallar su máxima expresión sonora en las grandes retretas dominicales del Parque Central. El Doctor Fournier quiere que me lleven a una cama. Sí. por tanto, la metamorfosis final de una mercancía —«Abra el librito, Presidente. Ya tengo algunos nombres en mi lista. En el mismo texto, Laura felicitó a su papá Germán Acuña, y agradeció . La Cruz del Redentor, contra la lanza de Wotán. Los cañones de los fusiles siguieron su descenso, deteniéndose en la justa inclinación. (Me callo por no contarle cómo, habiendo sido presentado a Moréas, hace años, en el Café Vachette, me acusó de haber fusilado a Maximiliano, aunque yo tratara de demostrarle que, por una razón de edad, me hubiese sido imposible estar, aquel día, en el Cerro de las Campanas… «Vous êtes tous des sauvages!» —había respondido, entonces, el poeta, con ímpetus de ajenjo en la voz…) Lamenta nuestro amigo que Hugo, el viejo Hugo, siga gozando de una enorme popularidad en nuestros países. Pero las piernas no me obedecen. Para ella: CON DOLOR PARIRÁS A TUS HIJOS. —«Sí» —responde Peralta, con gesto displicente y aburrido. Me entero de que ya ocupan la planta eléctrica, los centros vitales, bares y, burdeles de la ciudad, después de haberse meado, de paso, sobre el Monumento a los Héroes de la Independencia. Tal era su autoridad, que se le escuchaba y obedecía. el dogma y ritual de la Alta Magia de Eliphas Levi” o “de los quinientos libros que. Por ejemplo, mira: comprendo que hemos sido demasiado —digamos: rigurosos—, en lo que se refiere al problema universitario. —«Me siento de más donde todo está hecho» —pensó, saliendo de Notre-Dame por el pórtico central —el de la Resurrección de los Muertos. Y es el voluptuoso desnudo de una Ninfa dormida de Gervex—. Me despierto. Estaba, de calcetines blancos, recogidos los moños con papelillos de China, en el patio de los metates y del tamarindo. Sé que mi «paisano» («paisano» me llama siempre, con su blando español acriollado, cuando nos encontramos en alguna parte), antes de haber escrito sus sublimes coros para la Esther de Racine, había estrenado, años atrás, una finísima ópera llena de nostalgias del Trópico natal, ya que su acción transcurría en paisajes escénicos que en todo evocaban la costa venezolana, conocida en la niñez, aunque se tratara, decían los programas, de un «idilio polinesio»: L’île du rêve, inspirada en Le mariage de Loti— y Loti, Loti, voici ton nom, cantaba Rarahú en esa historia de exóticos amores que, según ciertos críticos malvados, hábiles en demolerlo todo, se parecía demasiado a la de Lakmé. Soldado: —«¡Gracias a Dios, carajo!» Peralta: —«¿Hay permisito, jefe?» —«¡Sigue!»… Y ahora, las calles con suelo de tierra apisonada. (Esto de la carrera —diplomática, se entiende— en la boca del otro, visto quién es y dónde está, se me asocia al calificativo de «gran disparate» dado por Don Quijote a un romance de caballería mal presentado en retablo de títeres. Se encontró adentro – Página 108La ceremonia de curación recibe el nombre de velada y se efectúa durante la noche en la casa del enfermo . Cerca del altar familiar el especialista enciende velas , pone flores , acomoda los hongos por pares ( característica ritual para ... Ahí su oratoria era puesta en solfa con una criollísima prosa donde se le calificaba, en remedo y chunga, de «Tiberio de zarzuela», «Sátrapa de Tierras Calientes», «Moloch del Tesoro Público», «Monte-Cristo rastacuero» que, en sus paseos por Europa, andaba siempre con un millón en la cartera. —«¡Qué Oro de Moscú, ni qué Oro de Moscú!» —rugió el Presidente—: «No tienen los bolcheviques dónde caerse muertos, y van a tener oro para…» (Fue por un reciente número de L’Illustration de París). Aquella aristocracia era algo tan ficticio como el clima de la ópera que se representaba esta noche, con su fluctuante Medievo, sus ojivas de cualquier parte, sus muebles vagamente dinásticos, sus almenas sin fecha, sacados de una perpetua niebla, a gusto del decorador. El país entero seguía en silencio. —«Quelle horreur!» —exclama el Ilustre Académico con gesto condenatorio. Y, frente a un pobre cine europeo, sin estrellas válidas —parecía que todas hubiesen caído en algún bombardeo— se afirmaba, magnífico, el arte del taumaturgo David Griffith, portentoso movedor de multitudes, explorador del Tiempo, capaz de mostrarnos en imágenes nunca vistas —más impresionantes que cualquier evocación erudita— el Nacimiento de una Nación, la Tragedia del Gólgota, la Noche de San Bartolomé, y hasta el mundo de Babilonia —aunque el Doctor Peralta, aferrado a sus manualillos de Mallet, al Apolo de Reinach, afirmara que los enormes Dioses-Elefantes que allí aparecían nunca se habían visto en los reinos de Caldea, calificándolos irreverentemente de «visiones de gringo en hang-over»… Francia, apercibida de que iba perdiendo terreno en estas tierras, nos mandó de repente, en breve gira oficial —tres días de fría concurrencia, mientras el Primer Magistrado, escamado por su aventura operática, descansaba en Bellamar—, una Sarah Bernhardt que, enyesada y repintada, gravitando sobre el eje de su única pierna, empelucada como payasa de Lautrec, conmovedora aún por su desesperada voluntad de alzarse sobre los escombros de sí misma, declamaba todavía, con voz testamentaria y vacilante —siempre llevada en brazos, apoyada en algo, entronizada, yacente, o traída en las angarillas del Rey Titurel—, los más patéticos alejandrinos de Fedra o las tiradas agónicas de un casi octogenario Aguilucho. Pero lo grave ahora era que no podía apretarse donde acaso fuese más previsivo hacerlo, porque, junto a la isla del Palacio, otra isla —sumamente cercana y sin embargo intocable— había nacido en la ciudad: isla amarilla, demasiado recargada de molduras y labrados —un plateresco pasado por California— que le crecía y le crecía en la manzana donde, casi lado a lado, se abrían las frescas penumbras del Hotel Cleveland, del Grocery oliente a jarabes de arce, del adormecido Clearing House, del Sloppy-Joe’s Bar, y de varias tiendas de Curios y de Souvenirs que, a falta de artesanías típicas —muy músico, nuestro pueblo tenía un escaso sentido plástico—, se vendían sarapes de Oaxaca, maracas habaneras, cabezas reducidas a la manera jívara, pulgas vestidas —bodas y entierros— en medias cáscaras de nueces, botonaduras charras y otras cosas que nunca se habían producido en el país, junto a arqueologías de engañosa manufactura. Pie Izquierdo —con su correspondiente fragmento de Pierna y Drapeado—, Brazo Derecho, con algo del asta de lanza en la mano, Vientre Ubérrimo con el eje vital bien ahondado en el bronce; Pecho Velado, seguido del Pie Derecho y del Brazo Izquierdo, antes de la subida del gigantesco Gorro Frigio que habría de coronar la República. No trabajaron las familias en repintar y barnizar los santones del año pasado, en repegar las figurillas rotas, en colgar el Ángel de la Anunciación de su hilo dorado, bajo la Estrella de Plata clavada en el cielorraso. … puede ocurrir que, habiendo escuchado Víctima de una crisis nerviosa, Amneris, encerrada en su camerino, gritaba que esto le ocurría por venir a cantar en un país de cafres. Aquello carecía de mujeres, desde luego, pero muchos no las necesitaban porque eran bastante homosexuales, y, en cuanto a los irreductibles, éstos tenían permiso, cada viernes, para visitar el burdel de la Ramona, bajo escolta militar. Hay que desinflar el Mito del Estudiante… Y esa policía nuestra, coño, entrenada en los Estados Unidos, y que no sirve para un carajo, como no sea para pegar a hombres amarrados, dar tortol y ahogar gente en bañaderas»… Y estaba ya Peralta abriendo el maletín-Hermes para atemperar los ánimos del amo, cuando llegó la sorpresiva, inesperada, estupenda noticia de que El Estudiante, hallado donde menos podía estar, había caído preso, tontamente, sin resistencia ni gloria, en una alcabala del Sur donde dos guardias ingenuos —pero no tan ingenuos— se habían extrañado de que en una carreta de caña viajara un machetero sin callos en las manos. —«Tumbamos a un dictador» —dijo El Estudiante—: «Pero sigue el mismo combate, puesto que los enemigos son los mismos. Que saludara afectuosamente a Cósima de su parte. Sólida lectura. Doy entrada al vapor; comienzan a bracear las bielas. Mucho le había hablado el Académico Amigo de aquella partitura, que debía ser muy buena ya que, muy discutida al principio, tenía en París unos fanáticos admiradores a quienes el travieso maricón de Jean Lorrain había calificado de Peleastas… Se sentaron, pues, en primera fila, alzó su batuta el director, y una enorme orquesta que tenían ahí, a sus pies, empezó a no sonar. Tres líneas de infantería al centro; dos, a la ofensiva; la tercera, atrincherada, en reserva. El periódico Progreso estaba clausurado. El Bois-Charbons de Monsieur Musard. Una victoria próxima de nuestros Progenitores Espirituales aseguraría la perdurabilidad de valores que, amenazados allá, resurgían, más esplendorosos que nunca, de este lado del Océano. DESCARTES Avanzaban, esas Vírgenes, en portentoso Escuadrón de Esplendores, renegrida la de Regla, de ojos almendrados la de los Coromotos, fuertes y misericordiosas, garridas y leves, cargando con los Siete Dolores de sus Siete Espadas, dispensando portentos, alivios, venturas y milagros, siempre listas a acudir a donde las llamaran, cien veces vistas, cien veces oídas, diligentes y magníficas, omnipresentes y ubicuas, capaces de manifestarse —como Dios a Santa Teresa— en el fondo de las ollas tanto como en cimas de Ebúrnea Torre —y madres, ante todo, Madres del prodigioso Cachorro, herido en el flanco, que un día, sentado a la diestra del Señor, repartiendo castigos y dulzuras con inapelable equidad, habrá de juzgarnos a todos… —«¡Y que me venga el mendigo ingrato ese, o como quiera llamarse, a hablarme de sus tres Vírgenes francesas, con una de ella, la de La Salette, controvertida por el mismo Vaticano!» Vírgenes teníamos nosotros, Vírgenes de verdad, y era tiempo que se les quitaran las ínfulas a estas gentes de acá, sumidas en una ignorancia suicida de cuanto no fuese lo propio. Con respecto  a la inconsciencia, en el momento que dormimos no somos conscientes de haber sacado las mantas dando vueltas durante el sueño y si nos resfriamos no podremos culpar a nadie del golpe de aire recibido. Las gentes que le interesaban estaban de vacaciones —vacaciones juiciosamente prolongadas en expectación de los acontecimientos. Y en cuanto a Rusia: el monje Rasputín, el Tsarevitch, la hemofilia, Madame Virúbova, orgías místicas, idiotas inspirados, Resurrección, Yasnaia-Poliana, el alma eslava, inestable y torturada, siempre oscilante entre el angelismo y las simas infernales, que habían desembocado en un iluso reformador —hombre del Kremlin como lo fuera Iván el Terrible—, efímero Paracleto marxista, cuyo tiempo era ya contado, pesado, dividido, ante la arremetida de las fuerzas de Denikin, Wrangel, Koltchak, y los ejércitos franco-británicos del Báltico, que pronto acabarían de consumar la ruina de un sistema condenado al desastre ya que (como ya lo habían dicho los Evangelios en versículo tan remachado como difícil de localizar en tantas páginas impresas a dos columnas en el papel-Biblia de la Biblia) siempre habría ricos y pobres en el mundo —y en cuanto al camello y el ojo de la aguja, ya sabíamos que en Jerusalén había existido una «Puerta de la Aguja», algo baja y angosta, ciertamente, pero por la que siempre pasaron los camellos inteligentes, a condición de doblar un poco las rodillas. Así, oyendo a sus gentes de ojo en cerradura y olfato alerta, a veces con enojo, a veces con risas, se enteraba de los muy diversos y pintorescos negocios que a sus espaldas se manejaban: el negocio del puente construido sobre un río ignorado por los mapas; el negocio de la Biblioteca Municipal sin libros; el negocio de los sementales normandos que nunca cruzaron el Océano; el negocio de los juguetes y abecedarios para kindergartens que no existían; el negocio de las Maternidades Campesinas, a las que nunca iban las campesinas, desde luego, puesto que, por hábito secular, parían sobre un taburete desfondado, tirando de una soga pendiente del techo, con el sombrero del marido en la cabeza para que les viniese un varón; el negocio de los cipos kilométricos en piedra, que quedaron en tablillas pintadas; el negocio de las películas pornográficas vendidas en latas de Quaker-Oat; el negocio de la Charada China («jeux des trente-six bêtes», lo había llamado el Barón de Drumond, introductor en América de la lotería cantonesa de los bichos numerados) que manejaba la Brigada de Represión de Juegos Ilícitos de la Policía Nacional; los negocios del Erectyl, del licor coreano con raíz de mandrágora en el frasco, el bejuco-garañón de Santo Domingo, los polvos de carey y extractos de cantárida; el negocio de los traga-monedas —tres campanas, o tres ciruelas, o tres cerezas, igual: jackpot— llevado por el Jefe de la Secreta; el negocio de las partidas de nacimiento ad perpetuam memoriam para los «interdits de séjour» y cayeneros franceses, deseosos de ser compatriotas nuestros; el negocio de los consultorios astrológicos, videncias, quiromancias, cartomancias, horóscopos por correspondencia, místicos hindúes —todos prohibidos por la Ley— con los cuales, se entendía el Ministro del Interior; el negocio de los «Verascopios Galantes», tolerados en ferias y parques de diversiones, que eran del Capitán Valverde; el negocio de las postales catalanas —menos finas que las francesas, decían los entendidos—, asunto del Capitán Calvo; el negocio de las «Sábanas benditas para Recién Casados» («Draps benis pour jeunes mariés» [sic], cuya manufactura estaba en París, en el barrio del Marais, y se destinaban al ajuar de toda novia cristiana… Entre divertido y enojado —pero más divertido que enojado— contemplaba cada mañana, el Primer Magistrado, aquel panorama de fullerías y combinas, pensando que lo menos que podía hacer era premiar la fidelidad y el celo de los suyos con graciosa moneda de folklore. «La manga, ahora» —dice el sastre. Su mujer no salió a saludarlos. —«¿Y no hay Obertura?» —preguntaba el Primer Magistrado—. De repente, refrescándosele la muy poblada memoria, revelaba el patriarca los trasfondos, hasta ahora ocultos, de ciertos acontecimientos raros o de sucesos pequeños, que daban las claves de lo que antaño pudiese haber sido motivo de desconciertos, interrogaciones —aliento de misterios. No tenía intenciones de alejarse de París por ahora —y, a la verdad, no era mucho el peligro que aquí se corría—, puesto que próximo estaba a terminarse el tratamiento de su brazo enfermo, ya casi curado por la ciencia del Doctor Fournier, «médecin des hôpitaux», obligado, por sus funciones, a permanecer en la ciudad. Yo no saco retratos de parecido». Y volvían las conjeturas: «Desterrado»… «Extrañado»… «Escapado»… —«Acaso arrepentido»… —«Converso»… —«Crisis mística»… —«Peleado con su gente»… Y durante días y días no se habló de otra cosa en la Rue de Tilsitt, en espera de que los periódicos de allá —los de febrero en abril— llegaran por sus lentos y especiales barcos de carga, en rollos de siete números apretados, con vista del Volcán Tutelar en las estampillas. —«Muy práctico para operaciones rápidas» —dijo el Presidente a quien el zafarrancho había puesto de buen humor… Por fin, con un retraso de tres horas, pasadas en intercalar vagones, mover vagones, interpolar vagones, extrapolar vagones, comprobar que éste no servía, que el otro sí servía, que el de más allá tenía bloqueados los frenos, que el vagón-cisterna estaba lleno de agua podre, que el volquete no respondía, después de dos horas más, ocupadas en sacar bogies de las vías muertas, romper filas de carros para formar otras, adelantar, retroceder, entre silbatos de locomotoras y cornetas de bandas militares, se puso en camino el ejército, acompañado de la canción de rigor: con trompas de caza adornando las paredes; aguafuertes tan invadidos por los hongos y el salitre que, en ellos, el asunto, desaparecido bajo el hongo y el salitre, era ya mero asunto de hongo y salitre. (Desde aquí, por la ventana, veo la casa donde vivía su ministro Limantour). «Un poco más a la derecha» —me dice el sastre. Y hablaba entonces de sus ejércitos, de sus generales, de sus campañas, como aquella —¿recuerdas?, contra el traidor de Ataúlfo Galván—, con la noche aquella —¿recuerdas?… pero no; no eras tú… — bajo tormenta, en la Caverna de las Momias… Y una mañana en que había amanecido hablando de ello, tuvo un repentino deseo de visitar el Museo del Trocadero. No hacen falta latines para verlo claro. Y si con tales bebidas no le tiemblan las manos al despertar…» —«¿Pero, aquí también no estamos en territorio de los Estados Unidos?»— dije, señalando el maletín dejado por Peralta, al pie, precisamente, de un mapa orográfico e hidrográfico del país. Su mujer no salió a saludarlos. Para él, la Suprema Sabiduría estaba en el Norte: —«Soy imperialista» —declaraba, mirando fervorosamente hacia Washington—: «No soy un intelectual, pero soy un patriota». (largo párrafo, rematado por larguísimas ovaciones). -El justiciero es el que valora nuestras acciones y dicta la sentencia-respondió Santiago, mi Maestro.-Y el ajusticiador es el brazo ejecutor de la sentencia. Lo peor es que te envidio: si yo tuviese tu edad, estaría con los tuyos. Diez y cuarto. in milden lichte ¡Tampoco el suyo fue tan santo!» —«¡Por eso, mi compadre, es que se tiró a su abuela!» — «¡Vaya a saber, mi compadre, quién se tiro a quién!»… Regresando a esto, el Primer Magistrado se veía como quien ha sido encerrado en un círculo mágico trazado por la espada de un Príncipe de las Tinieblas. Llamó a Brichot, el profesor de la Sorbona: «Estoy casi ciego» —le dijo—:«pero me leen los periódicos». AVELLANAS. —«Por eso nos enseñó tanto». Optó, pues, por el tono humanístico y pausado, ignorante del tuteo habitual entre nosotros, que creaba, por su exotismo en este mundo de jaranas y confianzas, un inmediato distanciamiento, mayor que el de la mesa que los separaba. Se encontró adentro – Página 90Y cuando quieren partir por negocios o por placer y para saber si todo resultará bien, ven si sus familiares están contentos, caso en el cual se van de negocios o placer; ... En las palabras siempre se mencionaba el nombre de Dios. A tales lectores, necesitados de desgermanización, se destinaban muy especialmente los artículos que trataban de saqueos de castillos famosos, robos de relojes —esto, de los relojes había empezado ya en el 70—, fundición de campanas seis veces centenarias, basílicas transformadas en letrinas, profanación de hostias y concursos de tiro llevados por capitanes borrachos contra pinturas de Memling o de Rembrandt… Miraba el Primer Magistrado hacia los altos aneblados de la Colonia Olmedo —rocas negras entre moreras, uno que otro abeto aclimatado, delgados cierzos en las mañanas— pensando que aquellos cabrones de arriba, a pesar de los ¡Biiiiiba la pââââââââtria! ¡No me dejen morir así!» —aullaba ahora el jefe, agarrándose de las orejas del caballo que aún sacaba los dientes por encima de las arenas movedizas. Avisaba que Enrico Caruso, arrestado en la calle por un guardia, estaba detenido en la VI Estación de Policía, por llevar disfraz fuera de carnavales; y disfrazado de mujer, y maquillado de ocre, con boca y ojos pintados —detallaba el Acta— lo cual le hacía caer bajo el peso de la Ley de Represión de Escándalos y Defensa de la Moral Ciudadana, cuyo artículo 132 preveía una pena de treinta días de prisión por atentado a las buenas costumbres y comportamiento indecoroso en la vía pública, con agravación del castigo si ello se acompañaba de una manifestación evidente de homosexualidad en el atuendo y aspecto personal, que, en este caso, estaba ilustrado por un tocado a rayas horizontales puesto sobre la frente, aros labrados en las orejas, pulseras de fantasía, y unos collares colgados del cuello, con adorno de escarabajos, amuletos, dijes y piedras de colores que —según el informe policial— eran seguro indicio de mariconería… —«¡Esto, en una nación civilizada!» —gritó el Primer Magistrado, pasando su ira del dramático silencio al estallido verbal, mientras sus manos arrojaban libros, pisapapeles, tinteros, sobre la alfombra. Dijo un soldado, El 2 de agosto era la movilización general, y el 4, la Guerra… —«Que no entre un periodista más en esta casa» —dijo el Presidente a Sylvestre. No se oían unos a otros. En Saint-Étienne-du-Mont saludarás, de parte mía, a Racine; en el Panthéon, a Voltaire y Rousseau, O, si quieres hacer tu Plegaria sobre el Acrópolis al estilo bolchevique, tienes, en el Père Lachaise, el Muro de los Federados. La Habana - París - 1971-1973 —¡Coño de madre! Rusos blancos. Reina la alegría en las trincheras» [sic]. Porque, antes de que hayas dicho ‘Tragediante’, sabrás cómo suena esto». No rodaban los carros lecheros. Sobre fragmentos de arcilla se erguía, allí, una horrible arquitectura humana —ya apenas humana-hecha de huesos envueltos en tejidos rotos, de pieles secas, agujereadas, carcomidas, que sostenía un cráneo ceñido por una bandaleta bordada; cráneo con los huecos ojos dotados de tremebunda expresión, enfurecida la hueca nariz a pesar de su ausencia, y una enorme boca almenada de dientes amarillos, como inmovilizada por siempre en un inaudible aullido, sobre la miseria de falanges sueltas, de costillas en desorden, de tibias cruzadas de las cuales colgaban todavía unas alpargatas milenarias —y como nuevas, sin embargo, por la permanencia de sus hilos rojos, negros y amarillos.

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